Capítulo 30 – La Escasez Femenina y la Ciudad de los Hombres

La Escasez Femenina y la Ciudad de los Hombres

“City of Men, Shortage of Women”


Parte I – Comienza la Década Infame

Entre finales de 1930 y comienzos de 1931

“Las mujeres abundaban…
pero escaseaban la fertilidad, la legitimidad y la feminidad aceptable.”

Después del 6 de septiembre, Argentina ya no era la misma. El país se ajustó a nuevas normas sociales tras el golpe. El aire alrededor de la Diagonal del Norte se sentía más denso, como si la ciudad estuviera de luto por su propia muerte y aguardara el ascenso de algo desconocido y aterrador. El cambio vibraba bajo los adoquines.

La presencia militar se fundió con el paisaje urbano como si siempre hubiese estado allí. Los soldados con uniformes verde oliva, cuellos Kragenspiegel azules y botas de cuero se volvieron figuras permanentes. El sonido rítmico y pesado de sus botas marrón oscuro retumbaba desde la Plaza de Mayo hasta la Diagonal del Norte, atravesando la Catedral Metropolitana de la Santísima Trinidad.

La resignación flotaba en el aire; rebelarse ya no era una opción. Buenos Aires solo podía asimilar, rezar y absorber las consecuencias mientras su identidad se fracturaba en dos Argentinas.

En la Avenida Corrientes, los cafés reabrieron con los mismos menús; lo único distinto era el silencio calculado. Los mozos se volvieron neutrales. Las conversaciones se transformaron en murmullos cuidadosamente modulados para ocultar la ira creciente contra el régimen impuesto y la presencia ilegítima de Uriburu.

La censura avanzó rápidamente. Se publicaron listas de temas permitidos alrededor de la Plaza de Mayo, mientras periódicos clandestinos escritos por caudillos con nervios de acero circulaban por las Villas Miseria, convirtiéndose en la verdadera voz del pueblo.

Las filas frente a las oficinas de empleo se extendían por cuadras. Al mismo tiempo, las colas frente a los almacenes controlados por el gobierno provisional contaban otra historia: escasez y pobreza.

Argentina sangraba desde el centro. En las zonas más pobres de Buenos Aires —especialmente Villa 31— los hombres se desplazaban hacia el Puerto en busca de oportunidades. La Boca prometía trabajo, abundancia y mujeres.

Pero los recién llegados encontraron un nuevo enemigo: hombres en edad militar provenientes de Europa, italianos, judíos y alemanes. Con la economía desplomándose, el resentimiento se transformó en xenofobia. Otros llegaban desde Barracas, buscando fortuna en los tranvías del Belgrano del Sur.

El mercado laboral se volvió caótico. Agricultores, ganaderos y comerciantes rurales se convirtieron en nadie. Sus tierras fueron confiscadas por los hombres de Uriburu mediante la fuerza. Quienes se resistieron fueron ejecutados frente a pelotones de fusilamiento. Sus tierras saqueadas. Sus mujeres tomadas.

La avalancha masculina creó otro problema: no había dónde vivir. Los conventillos se saturaron. Habitaciones del tamaño de una lata de sardinas alojaban a varios hombres por turnos. Las duchas eran compartidas. La dignidad masculina se erosionaba.

Las mujeres, en cambio, se volvieron invisibles.

Parían hijos, cocinaban en silencio y trabajaban en fábricas. Algunas servían como empleadas domésticas en hogares militares; otras vendían flores junto a los tranvías. No habían desaparecido. Simplemente habían dejado de existir para la sociedad.

El matrimonio se convirtió en una transacción. La mujer ahora era evaluada por reputación, obediencia y silencio.

Mylène y Aimee, gracias a las conexiones de Frankie, se instalaron en el Palacio Hume —un lugar ostentoso para dos mujeres solas—, pero ellas no eran mujeres ordinarias. Aun así, sentían la arquitectura de las consecuencias: el inicio de la Década Infame no con balas, sino con borrado.

Buenos Aires no extrañaba a las mujeres.
Ni siquiera las reconocía.


Parte II – El Cambio Demográfico: sin bebés no hay Estado

6 de enero de 1931 – Buenos Aires

Irónicamente, las tasas de natalidad descendieron con la llegada del nuevo régimen. Aun así, las mujeres fueron culpadas. Buenos Aires no las reconocía como ciudadanas, sino como vasijas reproductivas destinadas a poblar la nación y satisfacer el deseo masculino.

Las tasas de fertilidad cayeron a 24–25 nacimientos por cada mil habitantes. La prensa y la radio hablaron de la “crisis de la familia”. Uriburu respondió imprimiendo panfletos que idealizaban a la mujer fértil y dictaban la feminidad aceptable.

Su interpretación grotesca de Nietzsche rozaba la eugenesia. El modelo femenino debía tener busto amplio, caderas anchas, labios rosados, cabello oscuro y provenir de buena familia. No debía hablar como estibadora ni frecuentar puertos. El amor libre no existía. La mujer estaba atada al deber.

Mientras tanto, las mujeres trabajaban en silencio para sobrevivir.


Parte III – Mujeres Presentes, Derechos Ausentes

Mientras las mujeres de clase alta fijaban el estándar de la feminidad aceptable, se volvieron el rostro visible del Estado: el molde materno contra el cual se medía a todas las demás. Las mujeres de clase baja siguieron presentes, pero solo a través del trabajo: cocineras, costureras, operadoras de telégrafo, obreras de plantas de alimentos, y también en el oficio más antiguo… la prostitución en los puertos de Buenos Aires y en las Villas de la Miseria.

Las mujeres locales quedaron, además, en competencia con la llegada de mujeres judías que huían de la persecución religiosa desde Polonia, Rusia y Alemania, buscando oportunidad, buscando salida. Por leyes rígidas sobre las agunot, muchas esposas no podían obtener el divorcio; y esa imposibilidad se convertía en trampa: el terreno perfecto para el tráfico.

En ese período, la llamada “trata de blancas” —término usado para nombrar el tráfico sexual de mujeres vendidas como esclavas y luego forzadas a la prostitución— fue un negocio ferozmente rentable, en especial para redes como Zwi Migdal: un cartel con conexiones internacionales y burdeles extendidos por Sudamérica.

Zwi Migdal movía mujeres judías dentro y fuera del puerto de Buenos Aires. Las niñas eran llevadas primero a Madame Emma, “La Millonaria”, para ser inspeccionadas; luego pasaban a manos de Luis Migdal, y de allí eran repartidas a distintos burdeles a lo largo de la ciudad.

Esos burdeles no eran exclusivamente judíos: mujeres argentinas y otras migrantes también entraban al “menú” que los hombres acomodados visitaban para saciar su sed animal.

A las mujeres “de estatus” se las moldeaba bajo estándares de fertilidad y feminidad aceptable: para ellas, el sexo antes del matrimonio era impensable —porque las “buenas” no deben sentir cosquillas debajo de la tela—. Las mujeres de clase baja, en cambio, comenzaron a resentir esa norma: muchas la sintieron como un insulto directo al centro mismo de su existencia.

“¡Que no somos mujeres completas!” —le dijo una obrera a otra, hablando de la exclusión de las suyas.
“¡Qué va! ¿Vas a creer que ahora todas somos desechables?” —respondió la segunda.

La comparación se volvió un espejo cruel: el terreno ideal para que naciera la envidia. Las de abajo se sentían descartables; las de arriba imponían la jerarquía con la mirada.


Parte IV – Tango, Prostitución y la Ilusión del Orden

Mientras la obsesión del Estado era vigilar la feminidad y moralizar la mujer, el ascenso de la working belle era inevitable. La división entre clases empezó a fracturar una infraestructura social ya débil, ya tensa, ya resquebrajada.

La moral se volvió norma, y las mujeres de clase alta se transformaron en sus ejecutoras: feroces en su cruzada por la “mujer aceptable”. La figura idealizada de la mujer fértil se volvió tan caricaturesca como grotesca.

La objetificación se convirtió en el idioma del Estado, envuelta en jerga legal para justificar desigualdades crecientes. Los callejones más oscuros de Buenos Aires estallaron con inmigrantes de Polonia, Rusia, Italia, España, Alemania, Portugal y Ucrania, asentándose en los barrios más pobres alrededor de Belgrano.

Esa ola trajo un nuevo mercado —y los carteles de prostitución lo olieron como oportunidad de oro—. Cada esquina comenzó a volverse un nodo clandestino de burdeles, mientras la clase alta moralista se obsesionaba con la limpieza, la “necesidad social” y el orden.

Las Casas de Tolerancia fueron creadas para registrar a todas las mujeres de clase baja. Y si el registro no bastaba como humillación, venía la clasificación: exámenes médicos exhaustivos, categorías, etiquetas. La estratificación ya no era solo cruel: era deshumanizante.

Las mujeres de clase alta sabían que los hombres tenían “necesidades” que no podían exhibirse en sociedad; para eso estaban las “mujeres desechables”. Así se normalizó la figura de la amante, como si fuera preferible un marido “con la mente clara” a uno rebalsado de testosterona y leche.

Mientras tanto, en los docks del Puerto de Buenos Aires, los hombres —en sus ratos libres— empezaron a ensayar un baile de a dos. Un baile cargado de rabia, frustración y pasión.

En cada castigada, con el pulso de 4/4 dejando hueco entre paso y paso, el abrazo se volvía más firme; el dorso de la mano bajaba por el centro del pecho, y la pareja elevaba la pierna, trabándola en la espalda del otro.

El bandoneón gemía junto al cantante mientras los hombres practicaban entre ellos, buscando una posibilidad de intimidad cuando les tocara “probarlo” con una mujer. Y al trazar ochos sobre el piso —destilando pasión, hombría y testosterona— la música soldaba los cuerpos hasta volverlos uno.

Y así nació el tango.

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