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Capítulo 26 — Los Siete que Escribieron el Evangelio de la Decadencia | La Hechicera Vampira 🖤 Nirvana Noir

Los Siete que Escribieron el Evangelio de la Decadencia

Nueva Orleans, Storyville y el Barrio Francés • 1927


Parte 1 — El Lago del Cisne Negro

Cuando el eco de la oración cesó en el Barrio Francés, la noche contuvo el aliento, como si el mundo estuviera testificando su propio ajuste de cuentas.

Un silencio de chal de seda cubrió las calles. El aire ya no se sentía pesado ni sofocante: respiraba nuevo aliento. Algo venía, y el mundo estaba a punto de cambiar.

Desde su boudoir en el Oliver House Hotel, Mylène observó el cambio de auras mientras una ráfaga de polvo dorado danzaba entre las sombras de su habitación. He despertado al gigante — stanno arrivando per equilibrare il mondo.

Había llegado el momento de restaurar el equilibrio, aunque el mundo se quebrara al reflejar sus propios pecados. Las leyes del universo están regidas por la justicia kármica; la rueda de Samsara comenzaba a girar otra vez.

Aun cuando algunos fingieran ser lo que no eran —perdiendo identidad por un placer barato y una falsa autoestima— la pobre sirena impostora pronto sería juzgada por su envidia. Io sono il karma incarnato.

Fuera de su ventana, una bandada de cisnes anidaba. Como si sintieran el peso del mundo, se arreglaron las plumas, danzando el Lago de los Cisnes de Chaikovski: Odette frente a su pureza y Odile reptando entre las sombras. Por un instante, el Barrio Francés se convirtió en escenario de ballet, cada nota esperando su Acto IV.

Mylène entendió el mensaje: algo —o alguien— cruzaba los portales entre lo divino y lo mortal. La absolución sería el nuevo verdugo. La morte degli indegni —la limpieza de los indignos— ya tocaba su puerta.

Parte 2 — Los Susurros del Consejo

La suite del Cisne resonó entre los reinos, viajando por el cristal y las torres de Saint John; el viento rozó las campanas — cling–clack — en sincronía. La onda de la profecía de Mylène se extendió desde los muelles de Storyville hasta el Bayou Saint John. El Barrio Francés palpitaba con un cambio inevitable.

La esclavitud sexual era el segundo negocio más lucrativo de la Prohibición —después de los speakeasies. Salones como Mahogany Hall depredaban a jóvenes flores que sólo buscaban un dime para comer. Lulu White y Silver Dollar Sam gobernaban el barrio con impunidad.

El ballet del cisne era una advertencia: su reinado terminaría. La amenaza removía el caldo donde el tiempo se dobla y la ley se vuelve opcional para los criminales.

El Consejo de los Siete despertó con Silvestro Carollo —Silver Dollar Sam— como maestro. Recién salido de Le Cœur Noir —tras dar a Frankie Giuliani una lista de encargos— Carollo pasó por el 1113 de Chartres. La majestuosa Beauregard–Keyes House sería perfecta: amplia para huéspedes y figuras místicas. Planeaba un consorcio con Papa Legba y otros practicantes de artes oscuras.

Carollo era oportunista, calculador, cinco pasos adelante. Del licor clandestino al juego ilegal, sabía convertir el vicio en imperio.

Subió las escaleras y llamó. Una anciana signora abrió. “Buona sera… ¿podría comprar su casa?” preguntó. Al verle, la viuda casi se desmayó; él la sostuvo. “No está en venta, hijo. Es lo único que me dejó il mio marito… pero no me molestan las visitas.”

Carollo besó su mano y prometió regresar con “amigos”. Esa noche volvió con sus matones —Frankie entre ellos— trayendo comida y regalos. El piso de caoba crujió bajo sus botas como demonios danzando al jazz de Bourbon Street. Su mirada se detuvo en un cáliz dorado con rubíes sobre la chimenea.

Los ojos de Carollo brillaron, pero el cáliz era un trofeo menor frente a la casa misma —el futuro centro de un sindicato criminal.

La memoria esta noche está mezclada con vino, porque la Madre ha detenido la rueda, y gira antes de la premonición.

Parte 3 — La Tríada del Mal y su Matriarca

Al hablar Carollo, las paredes sangraron por el papel: la historia pesaba. La casa, levantada en tierra de las Ursulinas (vendida en 1825), alojó a P. G. T. Beauregard entre 1866–1868 tras la Guerra Civil. Para Carollo, ese linaje era tierra fértil para lo que venía: la crème de la crème del crimen y los Señores de la Corona y el Pecado con sus siervos.

Los cisnes negros —guardianes del Oliver House— volaban en silencio, luego se espantaron. “Frankie, mueve esa mesa,” ordenó Carollo. “Salvatore, pon eso aquí.”

Cuando el cajón tocó el suelo, un grito escapó de las grietas; el olor a café de achicoria llenó la habitación. La signora se santiguó. “¿Cos’è?” “Sólo un trato de negocios,” sonrió Carollo.

Frankie forzó los cerrojos con una palanca. La risa y el crepitar se intensificaron hasta que la tapa cedió y cuatro orbes se alzaron: púrpura, negro, borgoña y amarillo. Liberados, dejaron un hedor a pétalos podridos y patchouli rancio.

“¡La Tríada del Mal y su Matriarca!” gritó Carollo. La viuda murmuró “Dio mio…”.

“¿Recuerda a los Titanes?” dijo. “Así como guardaban el orden, ellos lo guardarán aquí, ya que los dioses nos han abandonado.”

Los orbes se transformaron en mujeres horrendas. Frankie casi vomitó. “Boss, ¿qué demonios son?” “No del infierno, ragazzo: del sistema. La sangre de la burocracia.”

Carollo se inclinó. “Mis majestades, soy su caballero y siervo.” La Matriarca le ofreció la mano. Cayó en trance —curas, capataces, prostitutas, Lulu White— sus ojos blancos. “Veo el futuro. La rueda de la Madre gira… y puede molernos jugosas ganancias.”

Frankie entendió: hablaban de ella —de su Mylène. Si tenía que elegir, ya sabía a quién mataría primero.

Parte 4 — La Primera Prueba de las Hexacroutines

El hedor del cuarteto emanaba con cada movimiento; el humo denso se desvió hacia los jardines de la Beauregard–Keyes, dejando un rastro de perfume barato. Frankie encendió el fuego con ámbar y clavo; las llamas rugieron como si escupieran aire podrido.

“¿Insinúas que apestamos?” siseó una. “No, signoras,” respondió Frankie, tenso. “Estoy indispuesto… y la casa está fría.” En realidad, luchaba por no vomitar.

La más vieja lo miró. “Qué mozo tan apuesto,” croó. “Nos gustaría tenerte cerca.” “Estoy ocupado,” replicó. Carollo encontró una debilidad que podría usar.

Signoras mie,” entonó Carollo, “la rueda gira; la máquina avanza. La ciudad es suya para tasarla y librarla de la Ley de la Madre.”

Las Hexacroutines respondieron: “El primer ciclo es el nacimiento; el segundo, el deseo; el tercero, el castigo; el cuarto, la liberación; el quinto, la sabiduría; el sexto, la unión; el séptimo… el vacío. La liberación.”

Una voz serpentina añadió: “La Madre kármica decide en qué ciclo se detendrá la rueda. Una falsa sirena sangra envidia; la verdadera lleva la ley en su sangre.” Frankie entendió: hablaban de Mylène.

Lurida, la Matriarca Inmunda —corona de espinas podridas, moscas como joyas— se alzó. “Quien afirma poder con dedos podridos confunde putrefacción con dominio,” retumbó una voz. Grubelle Noira suspiró: “La misericordia es la mentira más bella y rentable que una mujer puede vender.” Smelegra Grossa lloró teatralmente; Grottina Fangula, dientes de motosierra, dejaba chorrear su chisme venenoso. Juntas se inclinaron ante Carollo, un himno espantoso: “¡Salve al Consejo de los Señores de la Corona y el Pecado! ¡El Evangelio hecho carne! Y así, en aquella noche de perfume fétido y clavo ardiendo, comenzó El Evangelio de los Siete Impíos.

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